lunes, agosto 02, 2010

LAS “MARAS”: NUEVA FORMA DE CONTROL SOCIAL (Parte I).Marcelo Colussi



Para situar el problema

En algunos de los países del istmo centroamericano (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua) desde hace ya unos años, y en forma siempre creciente, el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un tema de relevancia nacional. Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene raíces en la exclusión social del campo, en la huída desesperada de grandes masas rurales de la pobreza crónica y de la violencia de las guerras internas que estos últimos años asolaron la región.

Estas pandillas, surgidas siempre en las barriadas pobres de las ciudades cada vez más atestadas y caóticas, son habitualmente conocidas como “maras” –término derivado de las hormigas marabuntas, que terminan con todo a su paso, metáfora para explicar lo que hacen estas “mara-buntas” humanas–. Las mismas, según la representación social que se generó estos últimos años, han pasado a ser el “nuevo demonio” todopoderoso. Según el manipulado e insistente bombardeo mediático, son ellas las principal causa de inestabilidad y angustia de estas sociedades, ya de por sí fragmentadas, sufridas, siempre en crisis; es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la ciudadanía”.

El problema, por cierto, es muy complejo; categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas, parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en su articulación global. Comprender a cabalidad de qué hablamos cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que surge en los países más pobres del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico que resiste a modernizarse, y que vienen todos ellos de terribles procesos de guerra civil cruenta en estas últimas décadas, con pérdidas inconmensurables tanto en vidas humanas como en infraestructura, los cuales hipotecan su futuro.

Las maras, de esa forma, son una expresión patéticamente violenta de sociedades ya de por sí producto de largas historias violentas, o mejor aún: violentadas, hijas de una cultura de la impunidad de siglos de arrastre, de países que se siguen manejando con criterio de Estado finquero donde las diferencias económicas son irritantes (Guatemala, por ejemplo, es el país del mundo con mayor porcentaje de avionetas particulares y vehículos Mercedes Benz de lujo per capita, mientras que más del 50 % de su población está por debajo del límite de la pobreza). Sociedades donde transcurrieron monstruosas guerras civiles en la década de los 80 del pasado siglo –guerras contrainsurgentes, expresión caliente de la Guerra Fría, y en el caso de Nicaragua, guerra a partir de la contrarrevolución antisandinista– que dieron lugar a procesos de post guerra donde no hubo ni culpables de las atrocidades vividas ni medidas de reparación para atender las secuelas derivadas de tanto dolor. Sociedades, en definitiva, estructuradas enteramente en torno a la violencia como eje definitorio de todas las relaciones: patriarcales, racistas, machistas, excluyentes; sociedades donde todavía funciona el derecho de pernada y donde la noción de “finca” (el feudo medieval) es parte de la cultura dominante (cuando alguien es llamado responde “¡mande!” en vez de “usted dirá”).

Las maras empiezan a surgir para la década de los 80 del siglo pasado, aún con todas esas guerras en curso. En un primer momento fueron grupos de jóvenes de sectores urbanos pobres que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias décadas después, son mucho más que grupos juveniles: son “la representación misma del mal, el nuevo demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en Centroamérica”…, al menos según las versiones oficiales.

No cabe ninguna duda que las maras son violentas; negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a veces con grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la juventud es un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca falto de problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes. De todos modos, algo ha ido sucediendo en los imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en estos países de los que estamos hablando, ser joven –según el discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido prejuicio que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La pobreza, en vez de abordarse como problema que toca a todos, se criminaliza.

A esta visión apocalíptica de la pobreza como potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que a veces sorprende, por lo que la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara pasó a estar profundamente satanizada: la mara pasó a ser la causa del malestar de estas eternamente (al menos para las grandes mayorías) problemáticas sociedades. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónicas!– aparece como el “gran problema nacional” a resolver. No caben dudas que se juegan ahí agendas fríamente calculadas, distractores sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles violentas –que, a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el gran problema de estos países, en vez de enormes poblaciones por debajo de la línea de pobreza? ¿Pueden ser estos grupos juveniles violentos la causa de la impunidad reinante (“los derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse), o son ellos, en todo caso, su consecuencia? Si fue posible desarticular movimientos revolucionarios armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron arrasar poblados enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria en el plano militar, ¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas maras desde el punto de vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene que haya maras? Pero, ¿a quién podría convenirle?.

mmcolussi@gmail.com

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